miércoles, 5 de octubre de 2011

Maldita dulzura

Tu dulzura me mira de reojo, me sonríe, se acerca y me da la mano, la acaricia y me abraza bien fuerte. Es entonces cuando hace que me olvide de que tu dulzura nunca será para mí, al menos, no más que para el resto y por supuesto mucho menos que para él.

Es en ese momento de olvido cuando tu dulzura me eleva al infinito, cuando me hace sentir invencible, inmortal. Se me pone entonces una sonrisa tonta, se ilusiona mi estómago, se acelera mi corazón, se alegra mi espíritu. Me hace creer, me hace ser feliz.

Pero debo entender bien las cosas y saber que lo bueno no dura. Tampoco dura el olvido, no puede durar. Así, al poco tiempo vuelvo a ser consciente de que tu dulzura no es para mí. Entonces esa misma dulzura, o quizás su ausencia, me pega un puñetazo en la boca del estomago y una patada en los cojones. Cuando me retuerzo, roto de dolor, tu dulzura, o quizás su ausencia, me remata por la espalda y me hace caer al suelo. Tiene tiempo aún para ensañarse, para seguir dándome puñetazos y patadas hasta hacerme sangrar y vomitar de puro dolor. Luego se marcha.

Y me deja en el suelo, dolorido, malherido, débil, con manchas de sangre en la camiseta pero con la lección bien aprendida: no puedo olvidar que tu dulzura no es para mí, no más que para el resto, mucho menos que para él.

Pero siempre vuelve tu dulzura. Me mira de reojo, me sonríe, se acerca y me da la mano, la acaricia y me abraza bien fuerte. Maldita dulzura la tuya.